Si preguntáramos a un conjunto de labradores ¿qué es una azada?, tengo la impresión de que con matices y diferencias, todos serían capaces de describir qué es, cómo es y para qué sirve. Incluso, si les pidiéramos que cogieran una azada de entre un conjunto de utensilios, seguramente todos se dirigirían a la misma herramienta, no importa si ésta es de madera, de hierro, de plástico, de aluminio, grande, pequeña, roja o verde, puedo imaginar que todos se apoyarían en una definición común basada en la experiencia a la hora de cogerla.
Sin embargo, como trabajadora del “gremio” de los terapeutas gestalt, no tengo la sensación de que nos suceda algo similar cuando se trata de nuestros conceptos básicos que deberían ser nuestras herramientas para el trabajo. Mi experiencia, también compartida por mis colegas, es demasiado frecuentemente balbucear o liarnos cuando tratamos de respondernos a la cuestión ¿a qué llamamos contacto? ¿cuál es su naturaleza? ¿cómo identificarlo en la sesión terapéutica? ¿cómo favorecerlo? ¿es un proceso continuo, o sea, siempre estamos en contacto? o ¿es un proceso dicotómico, a veces hay contacto y a veces no lo hay?...Responder a estas cuestiones va dejando huellas acerca de cuál es nuestra concepción implícita o explícita de contacto, a la vez que da indicadores del paradigma desde el cuál estamos concibiendo nuestro trabajo. Por otra parte, son interrogantes de los que no estamos exentos como prácticos de la terapia, dado que nuestras intervenciones están atravesadas por las concepciones que tenemos sobre qué es contacto.